viernes, 13 de octubre de 2017

LA PARROQUIA, UN ÁRBOL DESTINADO A DAR FRUTO

   
    El pasado 19 de septiembre se cumplió un año de mi estancia entre vosotros como vuestro párroco. Estos 12 meses es tiempo suficiente para que ese amor que el Señor puso en mi corazón por el solo hecho de que sois los feligreses que el me encomienda, se haya llenado de nombres y de rostros. También vosotros habéis tenido la oportunidad de conocerme y de lo que era apenas una referencia lejana, lo que hoy se llama un perfil, se haya convertido en un rostro conocido y, estoy seguro, apreciado.
    En este tiempo, también he tenido la oportunidad de “pensar con vosotros la parroquia”. Nuestra parroquia no es me- ramente una institución o un conjunto de estructuras, es un organismo vivo del cual todos formamos parte como células, tam- bién vivas. La vida tiene siempre el riesgo de enfermedades y retrocesos, pero en ella está la posibilidad del crecimiento y la fecundidad.
    Cuando “pienso” la parroquia me la imagino como un árbol, por ejemplo, uno de los olivos que puebla nuestros campos. Es un olivo con sus raíces profundas y ex- tensas, con su tronco que se eleva sobre el suelo y con una copa plagada de frutos generosamente ofrecidos a Cristo.
    Las raíces de este árbol deben extenderse y profundizar de tal manera que nuestra parroquia, profundamente enraizada en Cristo, se arraigue cada vez más en nuestro barrio. San Juan XXIII veía la parroquia como “la Iglesia en medio de las casas de los hombres” y así es. Para que siga siendo esto y lo sea ca- da vez más es necesario que favorezca- mos un espíritu de acogida, que permita que los que todavía no se sienten vinculados a Cristo, encuentren en la parroquia un acceso sencillo y amable, con una acogida gozosa que les haga sentir- se como aquellos a los que estamos esperando. Una Iglesia replegada sobre sí misma es una iglesia enferma, sin em- bargo, una iglesia abierta y acogedora es el primer paso para cumplir el mandato misionero que nos convierta en una iglesia en salida. Toda persona, cuales- quiera que sean sus circunstancias y su historia, ha de percibir que tiene un lu- gar en la Iglesia de Dios.
    Si bien no puede establecerse ninguna condición previa para acercarse a la iglesia, es también verdad que la parro- quia debe tener “procesos de discipulado” que hagan que aquellos que se ad- hieren a Cristo puedan crecer en su seguimiento. Que quienes han dicho que sí al Señor puedan configurar su vida con él hasta convertirse en cristianos adultos, capaces de ofrecer sus vidas trasformadas al servicio de Cristo. Estos caminos de discipulado serían el tronco por el cual la savia se eleva hasta las ra- mas para hacer fecundo el árbol.
    Porque me imagino una multitud de ramas con fruto abundante para el Se- ñor. Cada uno de nosotros compartiendo nuestra vida, nuestros talentos y nuestro tesoro para la gloria de Dios. Un conjunto de cristianos que no se conforman con ser meros espectadores, consumidores de un servicio religioso, para convertirse en verdaderos “hermanos corresponsables” que comparten la mesa de la eucaristía, y los dones que Dios ha puesto en nuestras vidas.
Vuestro párroco Luis María