Resulta verdaderamente llamativa la comparación
entre la serpiente y Jesucristo. Por un lado, la serpiente, que ya aparece en
el mismos génesis como el tentador, como aquel que intenta apartar a los
hombres de la voluntad de Dios, es visto durante el éxodo, en el pasaje que se
cita en el evangelio como el castigo por el pecado. El pueblo murmura contra
Dios y a consecuencia de esta murmuración las serpientes venenosas lo atacan
produciéndole la muerte.
Esta visión negativa de la serpiente está
relacionada con otro hecho muy presente en los profetas. A serpiente era el
signo utilizado para representar a los dioses cananeos, permanente tentación
para los habitantes de la tierra prometida. Éstos, que habían sido liberados de
Egipto e introducidos en la tierra prometida por el poder de Yahveh, no tardan en ser infieles a su señor y
apartarse de la religión de sus padres. Buscan la satisfacción de lo inmediato
y no resisten los silencios prolongados de Dios. Por eso construyen no pocas
veces santuarios a los baales, representados por la serpiente. Esta será la
causa de su ruina, puesto que se apartan de su fuente que es el Dios vivo y
verdadero, para acudir a los ídolos.
Sin embargo, la promesa de Jesús irrumpe como una
buena noticia. El poder de Dios es tan grande, que puede convertir las consecuencias
del pecado en causa de salvación. La serpiente consecuencia de la murmuración
de los israelitas, representada ahora en bronce se convierte en causa de
salvación para todos los que la miran. Pero aquella serpiente es imagen de
Cristo.
Por un lado, Cristo crucificado nos coloca ante
los ojos la fuerza del pecado.. La maldad del pecado se manifiesta en sus
consecuencias más tremendas cuando provoca el sufrimiento y la muerte del
inocente. La muerte de Cristo es la consecuencia más brutal de nuestro pecado.
Pero, al mismo tiempo, la cruz de Cristo es fuente
de salvación porque nos muestra el poder del amor de Dios, que se mantiene
firme hasta la muerte y más allá de ella. Ese amor tiene un poder liberador
sobre nosotros.